“Yo misma soy muy necia y muy merecedora de que Demócrito se ría de mí a carcajada limpia, al continuar enumerando las formas de las necedades y de las insanias populares. Me voy, pues, a limitar a tratar de aquellos que entre los hombres gozan de la reputación de sabios y que aspiran, como vulgarmente se dice, los laureles de Minerva.
Figuran en primer lugar los gramáticos, casta que sería seguramente la más desgraciada, la más afligida y la más menospreciada de los dioses si yo no acudiera a mitigar los enojos de su triste profesión con cierto género de una agradable locura. No sólo han caído las cinco Furias o maldiciones de que nos habla el epigrama griego, sino cinco mil, pues siempre los veréis hambrientos y sucios en sus escuelas. Dije escuelas, pero mejor haría en llamarlas letrinas o ergástulos, rodeados de una tropa de rapaces que los hacen envejecer a fuerza de trabajos, que los aturden con sus gritos y que los asfixian por su fetidez y por sus marranadas. Sin embargo, gracias a mi beneficio, se creen y se estiman como los primeros hombres del mundo. Hay que ver cómo son engreídos cuando con la voz y el aire amenazador espantan a su temblorosa chiquillería, cuando desgarran a estos desdichados a palmetazos y latigazos, y cuando, a su capricho, los castigan despóticamente, tengan o no tengan razón, imitando al asno de Crimea.
Y mientras tanto, su mugre les parece el más limpio aseo, los hedores de su pocilga son olores de mejorana, y su misérrima esclavitud la consideran un reino, hasta el punto de no querer cambiar su tiranía por los imperios de Falaris o de Dionisio.
Pero todavía son más dichosos cuando piensan haber encontrado un nuevo método de enseñanza, porque llenen la cabeza de los niños de puras vaciedades, no obstante, ¡por los dioses!, ¿quién sería el que no tratase con desdén todos los Palemones y Donatos del mundo comparado con ellos? Y no sé de qué ilusiones mágicas se valen para que las tontas madres y los padres idiotas les reconozcan los méritos que blasfeman. Añádase a esta satisfacción la que reciben cuando en algún manuscrito apolillado descubren, por ejemplo, el nombre de la madre de Anquises o una palabreja desconocida por el vulgo, como bubsequa (boyero), bovinator (tergiversador), o mantoculator (ladronzuelo), y si desentierran en alguna parte un fragmento de piedra antigua, en el que leen una mutilada y borrosa inscripción, entonces, ¡por Júpiter! ¡qué transporte de alegría!, ¡qué triunfos!, ¡como si hubiesen conquistado África o tomado Babilonia! Y cuando recitan a todos los que se presentan sus versos, los más adocenados e insulsos del mundo, por cierto, nunca falta aduladores que creen que el espíritu de Virgilio a pasado a su cerebro.
Pero nada hay más divertido que cuando dos de estos pedantes se prodigan mutuas alabanzas y elogios, y se rascan recíprocamente; mas, si uno de ellos se equivoca en una sola palabra, y el otro, más listo, tiene la suerte de apercibirse, ¡por Hércules!, ¡qué tragedia! ¡qué pelea! ¡qué insultos! Y si miento en el detalle más pequeño, ¡que caiga en mi cabeza la ira de todos los gramáticos!
He conocido a un erudito que domina el griego, el latín, las matemáticas, la Filosofía, la Medicina y no sé cuántas cosas más, que siendo ya sexagenario, abandonó todas estas ciencias para dedicarse única y exclusivamente a la Gramática, en la que hace más de veinte años se rompe la cabeza, diciendo que sería completamente feliz si le fuera dado vivir el tiempo preciso para determinar claramente el método de distinguir las partes de la oración, cosa que hasta ahora, según él, ni los griegos ni los latinos han logrado hacer de una manera satisfactoria, como si fuera un casus belli el confundir una conjunción con un adverbio o un sustantivo. De ahí que habiendo tantas gramáticas como gramáticos, o mejor dicho, más (pues sólo mi amigo Aldo Mauricio ha impreso más de cinco), no se encuentra ninguna, por bárbara y enojosa que sea, que nuestro hombre no haya ojeado y meditado, para no tener que envidiar al más inepto pedante que se dedique a estas especulaciones. ¡De tal modo teme que se le quite su gloria y se malogren tantos años de trabajo!
¿Cómo quieres llamar a esto, locura o necedad? Llámalo con uno u otro nombre, poco importa, con tal que reconozcas que, gracias a mis beneficios, el animal más miserable de todos goza de tal felicidad, que no querría cambiar su suerte por la de los Reyes de Persia”.
'Elogio de la Locura' Erasmo de Rotterdam.
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