Cuentan que llegó a América como un trueque de vicios. Colón se llevó el tabaco y a cambio les trajo a los indígenas en su segundo viaje un líquido agridulce que a los indios les recordó la palabra quechua guarapo y que luego derivó en el aguardientico antioqueño de anís y de graduaciones alcohólicas desde los 29 grados. Ese mismo que calienta las entrañas cuando de un golpe lo bebemos, al clima o helado, solo o acompañado con trozos de coco, uchuvas, limón, naranja, entre sorbos de cerveza y hasta con aguapanela en el tradicional canelazo.
El guaro calienta el alma y los afectos. Prende de verdad. No en vano, el emperador Carlomagno mandó cultivar anís, por allá en el año 812, sabiendo que su nombre venía del griego anisemi, que significa excitar. El guaro fue mal visto en un tiempo e incluso, en un momento lleno de prohibiciones y represiones, acusado injustamente de promover con sus efectos actos delictivos e inmorales como el homicidio, el hurto y el estupro, un delito al que definían popularmente como "el acto de prometer para meter y, después de haber metido, olvidar lo prometido".
Hoy en día es para los paisas y el resto de Colombia como el vodka para los rusos o el whisky para los escoceses. Nuestro orgullo etílico y el combustible cristalino de cualquier rumba que se respete.